El NIRVANA SE ALCANZA EN LA COCINA: CRÓNICA DE UN VIAJE A LA ANTÁRTICA parte 2, por César Becerra Lillo

30.08.2018

El espíritu y la vida

Afortunadamente para nosotros, el clima cambió y pudimos despegar esa misma noche. El ruido ensordecedor de los Hércules nos obligaba a encerrarnos con nuestros ansiosos pensamientos y sólo podíamos intercambiar miradas con nuestros compañeros y compañeras. No logro recordar el momento exacto en que avistamos la Antártica por vez primera. Pero sí tengo grabado a fuego el momento en que la pisamos. Toda blanca al inicio, pronto la descubrimos como un ser dorado en el que el atardecer se cubría de gloria pero, sobre todo, de belleza y paz, y de un sentimiento de extrañeza frente a lo nuevo e irrepetible. Como si presenciáramos el primer amanecer del mundo.

En esos primeros minutos de felicidad pura busqué instintivamente a Max. Con un sentido animal, con un sentido de manada. Y así mismo nos abrazamos, así mismo lo abracé. Yo sabía, yo podía entender, qué significaba para él llegar acá. Probablemente Jack London también lo hubiese intuido.

Max es un joven especial entre los jóvenes especiales. Es de esas personas que son, a la vez, las más ajenas y las más ligadas al mundo. Ajenas en cuanto a la opinión que tienen de este: la política, la economía, la guerra, la injusticia, la humanidad incluso, todo les causa escozor. No sin razón, ciertamente. Y ligadas en cuanto a su amor por este, aunque muy probablemente no se den cuenta o no quieran reconocerlo. Es este amor subterráneo, que se desborda hacia los mares, ríos, bosques y montañas, el que entra en discordancia con su trabajada lejanía del mundo. Y, a mi parecer, es lo que puede causarles cierto dolor.

Max me parecía un extraño lobo alado. Poseedor de una soledad pacífica, parecía guardar una sabiduría antiquísima que jugaba con su rabia contra el entorno y, a ratos, contra todos y todas quienes conformábamos ese entorno. Pero en ese abrazo inicial estaban los cantos primordiales. El antiguo lobo que habita en el hombre. La maravilla por la naturaleza. La maravilla en la naturaleza.

Es imposible restarse del ejercicio egocéntrico de verse reflejado en los compañeros que cuidas, especialmente cuando estos son jóvenes y tienen toda la vida por delante. Así como sentí coincidir con Iñaki en la literatura y la creación, con Max hablábamos el mismo idioma de la incomodidad en la civilización, de la búsqueda de los espíritus mayores en el mundo y la necesidad de hablar con silencios mientras caminamos lejos. Max es, en el fondo, ese amigo que está ahí para ti, contigo, cuando la noche parece más oscura.

Para nuestra fortuna, poco y nada de noche tuvimos que aguantar los días que estuvimos en la Antártica. Siendo verano, el sol hacía el amague de esconderse a eso de la 1:00 de la madrugada y dejaba ya su juego para volver a elevarse poco después de las 3:00. Esta abundancia de luz hizo que pudiéramos movernos casi sin inconvenientes desde "nuestra" base, la Profesor Julio Escudero, del INACH, hacia las vecinas tanto chilenas como de los otros países que habitan el continente. Si bien no pudimos alcanzar la Great Wall (base china) porque en mitad de la caminata una profesora resbaló en el hielo y se golpeó la cabeza dejándola con síntomas moderados, sí pudimos visitar las bases rusa y surcoreana.

Por esas coincidencias de la vida, el cantautor nacional Fernando Milagros nos acompañó en este viaje. Dado lo anterior, cada vez que visitábamos una base, él aprovechaba de regalar su música. De este modo pudo hacer un dueto con una joven cantante surcoreana bajo los haces de un colorido juego de luces de karaoke, que parecía causar el deleite de sus compatriotas. Ellos nos regalaron helados (¡barquillos en la Antártica!) y luego nos despidieron desde su rincón de la Bahía Fildes y nos observaron a lo lejos mientras nos alejábamos en los botes zodiac de la armada que nos habían cruzado hasta allá.

También en la base rusa, cercana a su pequeña y bella iglesia ortodoxa, Milagros cantó en agradecimiento. Y nada mal agradecer a los rusos quienes nos habían esperado con un cóctel de bienvenida y cervezas alemanas (¡cervezas alemanas en la Antártica!). No diré que dejé que uno de mis compañeros probara (apenas un sorbo) tales elixires porque... pa qué poh.

Así transcurrían los días en el sur del mundo. Conociendo culturas de otras regiones y presenciando los experimentos que los y las científicas realizaban allá, con coraje y determinación sin igual. La ciencia antártica es brava, solidaria y no le teme al frío. Pero sí lo respeta. Y, obviamente, lo estudia.

Por otra parte, acaso la cotidianeidad fuese uno de los aspectos más destacable de nuestra estancia en esos lejanos parajes. Presenciar el día a día del personal del INACH, y luego el de nosotros mismos, nos entregó una perspectiva distinta a todo lo vivido antes. Las conversaciones con ellos y ellas, así como entre nosotros los invitados, me produjeron una sensación de familiaridad y hogar que no pensé encontrar en estas condiciones. El cocinero y su ayudante, uno de Arica y el otro de Puerto Montt, parecían personajes sacados de una novela de Coloane, por ejemplo. Y así también mi compañero de habitación. Reconozco que olvidé su nombre pero sí recuerdo que trabajaba en turismo hace siete años allá, que se quedaba varios meses cada vez, que ya estaba cansado y quería dejarlo, que ya no le hacía al alcohol y que incluso su rostro cambiaba un poco cuando se lo ofrecían, que era muy amable aunque parecía tosco, que nunca había podido conseguir uno de los barquitos armables que los surcoreanos regalaban a sus invitados e invitadas. Y que esperaba ansiosamente la llegada de enero para volver, esta vez quizás para siempre, con su familia.

Y aún así, los días que estuvimos allá la mayoría de las personas con las que fui se sentía "como en otro planeta". Para mi fue justo lo contrario. Me sentía por fin en nuestro mundo. La sensación de estar en el hogar predominaba. Quizás por eso uno de mis momentos favoritos fue el secar platos en la cocina luego de ofrecerme como voluntario para ayudar. Fue imposible no acordarse de los versos de Bukowski en "Nirvana" cuando habla del cocinero y el lavacopas riéndose de buena gana, con una risa limpia y placentera, mientras hacen su trabajo. Todo el poema es sobre la simpleza y la belleza. Y el pasarlas, de algún modo, de largo. Es difícil no pensar en todo esto cuando estás secando platos y miras por la ventana y todo lo que ves es un continente completamente blanco.

Sin embargo, pronto llegaría el momento de partir y una angustia difícil de explicar me invadió. Atrás quedarían las anécdotas y los recuerdos. También algunas preguntas cuyas respuestas dejaríamos congeladas. ¿Qué hacía yo conversando a las 2:00 a.m. a la intemperie en la Antártica en polera y con un vaso vacío en la mano? ¿Qué había más bello que el romance fugaz y sincero de los adolescentes? (no puedo decir que me refiero al Max y su amiga gringa). ¿Cómo es que, para celebrar el cumpleaños de una de las profesoras del grupo, la última noche de nuestra estadía, llegaron tantas personas de tan distintas y distantes bases australes? ¿Podemos decir que bailamos hasta el amanecer? (el americano sí). ¿Y si hubiese conocido a la profe de biología un poquito antes, unos años nomás, antes del matrimonio y su pequeño hijo? Su cabeza apoyada en mi hombro y las risas cómplices, ¿habrían significado otra cosa?

Yo no quería volver. Si bien siempre quiero irme de todos los lugares, en lo que adivino una inclinación al viajar, una tendencia a lo que me gusta llamar una "gravedad horizontal", en este lugar me ganaba la idea de quedarme. O de seguir avanzando hacia su interior, que es el interior del continente pero también de la tierra y también de la humanidad. Pero dicen por ahí que los viajes, para que sean viajes, deben terminar. Y terminar, usualmente significa retornar. De modo que tuvimos que volar de vuelta. De modo que tuvimos que dejar todo atrás. Y comenzar a tejer un relato de lo que fue, una suma de recuerdos y anhelos y emociones. Y de sueños y de noches blancas. Dejamos atrás una isla separada del tiempo, una isla dorada de amor y belleza, de la vida de los hombres y de la vida de las mujeres. Un lugar que siempre tendremos por delante, como un hogar que nos llama de vuelta. Un continente, como reza su lema, de ciencia y paz.



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Lo último que hice antes de partir fue dejar dos cosas sobre la cama de mi compañero de habitación en la lejana Antártica: Un barquito armable surcoreano y una nota que decía que lamentaba los inconvenientes causados, que agradecía la amabilidad y hospitabilidad y que esperaba que enero llegara pronto.


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